a) Los términos del debate:
juez instructor vs. fiscal instructor
En
los últimos años está cobrando nuevos bríos una añeja polémica: la relativa a
quién ha de asumir la dirección de la fase instructoria en los procesos
penales. Se postula la posibilidad y conveniencia de trasladar al Ministerio
Fiscal las funciones que durante más de una centuria han venido desempeñando
los jueces instructores en la investigación de hechos delictivos, transmutando
a éstos en "jueces de garantías". Estos últimos se encargarían de
controlar por vía de recurso la actividad desarrollada por el fiscal instructor
y de tomar aquellas decisiones de índole jurisdiccional que, a modo de islas en
un océano, salpicarían un procedimiento de predominante (y pretendida)
naturaleza administrativa.
Me
ha parecido conveniente abordar esta cuestión en este blog, máxime si
observamos que la propuesta de atribuir la instrucción a los fiscales, aunque
de momento carezca de plasmación normativa más allá del proceso penal de
menores, se abre paso tenazmente y está cada vez más cerca de hacerse realidad.
En la doctrina no faltan voces que dan cuenta de la inminencia de este cambio,
considerándolo inevitable por la influencia del Derecho Comparado (ASENCIO
MELLADO) o que se halla en el "signo de los tiempos" (MARTÍN PASTOR).
Tampoco cabe ignorar los avances que se vienen realizando en esta dirección
desde el Ministerio de Justicia, que ya han dado como fruto un borrador o
propuesta de texto articulado de Código Procesal Penal (en adelante, BCPP). Las
siguientes líneas tomarán como referencia este texto, pues constituye el
intento más ambicioso acometido hasta la fecha de introducir el modelo del
"fiscal instructor". Si bien dicho borrador parece haber caído en
desgracia junto con el Ministro que en su día lo auspició (Ruiz-Gallardón), las
declaraciones políticas que vienen publicándose últimamente en los medios
evidencian que el tema está lejos de haber caído en el olvido y es más que probable
que el borrador sea desempolvado para futuros trabajos legislativos. Es
significativo, además, que este modelo fuera también el acogido en la
iniciativa de reforma presentada por el anterior Gobierno socialista, lo cual
evidencia un acuerdo sustancial de las dos principales fuerzas políticas en
cuanto al futuro de la instrucción penal. No parece vano, pues, anticipar
alguna reflexión sobre lo que -más tarde o más temprano y con más o menos
cambios- podría terminar en las páginas del BOE.
Queda
claro cuál es la clave de bóveda de la futura reforma: sintéticamente, y
utilizando la metáfora acuñada en su día por la doctrina alemana, se trata de
convertir al fiscal en el "señor del sumario"[1].
Para pronunciarse sobre la bondad de semejante cambio, es preciso exponer
previamente las razones esgrimidas en contra del vigente sistema de instrucción
penal y que, supuestamente, aconsejarían transferir la dirección de esta fase
al Ministerio Público. Resumidamente, suele afirmarse que el actual juez de
instrucción es heredero directo de los antiguos inquisidores, palabras que
hacen suyas los redactores del BCPP y con las que prácticamente inauguran su
Exposición de Motivos; esto es, la figura del juez instructor sería un residuo
autoritario carente de la necesaria imparcialidad, al reunirse en su persona
dos funciones en principio incompatibles como son la de dirigir la
investigación y garantizar los derechos fundamentales del investigado. En
segundo lugar se invoca el Derecho Comparado: en la práctica totalidad de los
países de nuestro entorno la instrucción ha pasado a manos de la fiscalía, y
únicamente tres Estados (España, Francia y Bélgica) conservan el modelo de juez
instructor. Como tercer argumento se aducen razones de celeridad y eficacia: la
instrucción judicial es excesivamente lenta y en ella se concentran la mayor
parte de las dilaciones que afectan a las causas penales, problemas que –según parece- no se darían
si la instrucción se entregara a los fiscales. Por último, se sostiene que el
principio de unidad de actuación que caracteriza al Ministerio Público
permitiría llevar a cabo una política criminal uniforme en todo el territorio
nacional y, de esta manera, asegurar la igualdad en la aplicación de la ley
penal.
Expuestos
los argumentos sobre los que descansaría el nuevo modelo, es momento de
plantear las objeciones que, a mi juicio, se erigen frente a ellos y que hacen
sumamente cuestionable -y por qué no decirlo: peligrosa- una reforma como la
que empieza a vislumbrarse.
b) La crítica
atinente a la imparcialidad del juez instructor
Comencemos
por la falta de imparcialidad que se le achaca al juez instructor. De él se
dice que, por hallarse involucrado y ser responsable del éxito de la
investigación, carece de distancia psicológica para acordar medidas que
supongan una injerencia en derechos fundamentales. De ahí la necesidad de
separar netamente ambas funciones, la directiva y la de garantía, encomendando
la primera al fiscal y la segunda a un juez desvinculado de la investigación. A
mi juicio, al razonar así se parte de dos premisas erróneas o, al menos, muy
discutibles: la primera, considerar que la solución a la indicada amenaza de
parcialidad pasa por entregarle la instrucción al fiscal; la segunda, suponer
que la presencia del juez instructor en la investigación le deslegitima o, de
alguna manera, le hace menos apto para valorar la procedencia de una medida
restrictiva de derechos. En uno y otro aspecto conviene detenerse:
– Si para
corregir los aludidos problemas de parcialidad se pone al Ministerio Fiscal al
frente de la investigación, se está asumiendo que éste ocupará en la causa una
posición más neutral que la propia del juez instructor. Esto es algo que los
defensores del nuevo modelo dan por sentado de un modo casi axiomático, sin
reparar en un dato importante: los miembros del Ministerio Público, a
diferencia de los jueces, no pueden ser recusados cuando se adviertan
circunstancias que empañen o comprometan su imparcialidad. No existen, pues,
mecanismos de reacción frente a los actos de un fiscal sospechoso de
parcialidad o, al menos, mecanismos parangonables a los previstos para los
integrantes del Poder Judicial.
Pero
aún cabe ir más allá, pues es profundamente contradictorio sostener la
imparcialidad de un fiscal que, en la reforma anunciada, concentra dos
cometidos tan incompatibles como el de instruir y acusar. Desde este punto de
vista, la merma de imparcialidad que se imputa al actual modelo no sólo no
desaparecería, sino que se agravaría al encomendar la instrucción a una de las
partes procesales, cualidad que indudablemente ostenta el Ministerio Público y
que el propio BCPP se encarga de recordar. De este modo, el imputado –o
“encausado” en la terminología del Borrador- se verá en la tesitura de pedir
las diligencias o actos de investigación necesarios para preparar su defensa al
que será su adversario en el juicio oral. La consecución de los elementos de
descargo que precisará para defenderse de la acusación se confía,
paradójicamente, al propio acusador. No hace falta insistir en los peligros que
este solapamiento de funciones encierra desde el punto de vista de la igualdad
de armas procesales.
Puede
pensarse que una salida airosa a este problema sería habilitar un cauce para
plantear directamente ante el juez de garantías la solicitud de diligencias
desatendida por el fiscal. De esta forma se saldría al paso de una eventual
pasividad, desinterés o falta de celo del Ministerio Público ante las
peticiones de las demás partes y, en especial, del encausado. Esto es lo que
hace el BCPP, cuyo art. 128 permite impugnar ante el Tribunal de Garantías los
decretos que acuerden o denieguen diligencias de investigación, así como la
inactividad del fiscal cuando no se hubiera pronunciado sobre las diligencias
solicitadas en el plazo de diez días. Esta solución, sin embargo, es sólo
aparente. Por un lado, es obvio el riesgo de que este esquema degenere en un
sistema de “doble ventanilla” que obligue al imputado a un continuo trasiego
entre la Fiscalía y el Tribunal de Garantías, dando lugar a una reiteración de
trámites inconciliable con los supuestos beneficios –en especial la celeridad y
agilización procedimental- que se predican de la reforma. Por otro lado, este
régimen impugnatorio puede conducir a que el juez de garantías se vea llamado
en sucesivas ocasiones a pronunciarse sobre la marcha de la instrucción y a
corregir la línea investigadora seguida por el fiscal, abocando al resultado
que precisamente se quería evitar: la implicación del juez en el curso de las
investigaciones y su presunta “contaminación” a la hora de adoptar medidas
invasivas de derechos fundamentales.
–
Decíamos antes que, cuando se propone la abolición del juez instructor, se
parte de la base de que éste, por su conocimiento de los hechos investigados,
no se halla en la posición más idónea para decidir sobre medidas afectantes a
la libertad. Creo que en esta creencia también hay un error o, al menos, una
falta de reflexión. A mi juicio, es precisamente ese conocimiento previo de los
hechos lo que cualifica al instructor para tomar una decisión más informada: él
es quien mejor conoce los pormenores del caso y, por tanto, quien mejor puede
valorar si un registro domiciliario o unas escuchas telefónicas resultan
necesarios, adecuados y proporcionados.
Esto
último no sería predicable de un juez de garantías, que es prácticamente ajeno
al caso y no está al tanto de las vicisitudes de la investigación: es dudoso
que dicho juez pueda valorar adecuadamente la procedencia de una restricción de
derechos fundamentales. A este respecto, se ha puesto de manifiesto que, en
aquellos países en los que se ha investido al fiscal de la potestad
instructora, la facultades de control de los jueces son limitadísimas, toda vez
que éstos no pueden realmente entrar en la valoración conjunta de las circunstancias
-que desconocen- de las que dependen las medidas a adoptar, debiendo
"fiarse" generalmente de lo que dicen la policía y el fiscal
(BANACLOCHE PALAO). También se ha denunciado la censurable práctica consistente
en "trocear" el expediente del fiscal y entregarle al juez nada más
que lo que interesa, como un niño al que se dan de comer sólo los alimentos que
se sabe que no le van a sentar mal (VILLEGAS FERNÁNDEZ).
Algo
parecido podría suceder en nuestro país si prosperara la iniciativa
gubernamental contenida en el BCPP. En este texto el acceso del juez de
garantías al contenido de la instrucción es muy limitado, básicamente por el
empeño de mantenerlo en una imparcial lejanía y no "mancillar" sus
ojos con las pesquisas sumariales. Los datos de que dispone sobre el devenir de
la investigación son parciales y normalmente dependerán de lo que el Ministerio
Fiscal tenga a bien facilitarle. Por otra parte, ese juez deja de ser
interlocutor directo de la Policía Judicial, ejecutora material de las
investigaciones, que en el BCPP queda integrada en el Ministerio Público y
sometida exclusivamente a éste. Todo ello determina que el juez de garantías,
requerido por el fiscal para autorizar una diligencia restrictiva de derechos,
carecerá de la visión de conjunto que exigen unas medidas de tanto calado.
El
ejemplo de una medida concreta -la interceptación de comunicaciones
teléfonicas- servirá para ilustrar lo dicho. Antes de que el fiscal interese la
práctica de esta diligencia, la única información de que dispone el juez de
garantías sobre la investigación en curso es la que figura en la
"inscripción de la causa" realizada en su día a instancias del propio
fiscal. El contenido de dicha inscripción se ciñe a los datos previstos en el
art. 246.2 BCPP (hecho punible, identidad del encausado y calificación jurídica
provisional de los hechos). El juez de garantías también cuenta con los
documentos adjuntados a la solicitud de inscripción, que son el decreto de
apertura de diligencias de investigación y "los documentos y diligencias
que el Ministerio Fiscal considere conveniente acompañar" (art. 246.3
BCPP). La documentación que se entregue al juez de garantías depende, como
vemos, del juicio de conveniencia del fiscal: éste ni siquiera está obligado a
proporcionar copia íntegra del atestado policial que sirve de base a la
investigación. Llegado el momento de decidir sobre el levantamiento del secreto
de las comunicaciones, la situación no mejora sustancialmente: para formar
adecuadamente su criterio, el juez de garantías habría de verificar la
existencia de indicios racionales -no meras conjeturas- del hecho delictivo y
de la implicación en éste de los afectados por la medida, para lo cual, en
buena lógica, necesitaría conocer todo el material fáctico que las indagaciones
del fiscal y la policía han ido sacando a la luz. Sin embargo, nuevamente queda
a expensas de la fiscalía, que sólo viene obligada a cumplimentar una solicitud
con los extremos señalados en el art. 297.2 BCPP, sin que se prevea en absoluto
la necesidad de trasladar al Tribunal de Garantías lo actuado hasta el momento.
Ciertamente, el juez puede requerirle al fiscal una ampliación o aclaración de
los términos de su solicitud si advierte alguna insuficiencia o sesgo selectivo
en los datos aportados como fundamento de aquélla (art. 298.2 BCPP). Pero el
juez que así actúe será consciente de que tal proceder provocará dilaciones,
que pueden ser fatales para el éxito de medidas en las que la inmediatez
resulta vital. En la práctica, la tentación de "dejarse llevar" por
el criterio de la fiscalía será demasiado intensa.
Evidentemente,
no puedo estar de acuerdo con un sistema en el que son instancias no
jurisdiccionales -ya se trate del fiscal, la policía o cualquier otra autoridad
o funcionario- las que deciden qué es lo que el juez necesita saber. Es patente
el riesgo de que el papel protector de los derechos fundamentales que se asigna
al juez de garantías degenere en un control puramente nominal de las decisiones
del Ministerio Público. En ese caso, habrá que preguntarse si los rasgos
inquisitoriales que el proyecto reformista atribuye al juez de instrucción no
son igualmente predicables del futuro fiscal investigador; con la agravante que
supone, además, tal concentración de poderes en un órgano situado en la órbita
del Poder Ejecutivo.
c) Sobre la
lentitud de la instrucción judicial: causas y remedios
Junto
a los argumentos basados en la hipótetica parcialidad del juez instructor y su
falta de idoneidad para garantizar los derechos y libertades del imputado, los
partidarios de la reforma apelan al argumento de la eficacia: esto es, se
considera que la dirección de la investigación por parte del Ministero Fiscal
imprimiría una mayor celeridad a esta fase y permitiría sustanciarla en un
tiempo muy inferior al que habitualmente consumen los juzgados de instrucción.
A este respecto, GIMENO SENDRA[2]
ha sostenido la necesidad de confiar la dirección del sumario al Ministerio
Público para "acabar con las dilaciones indebidas en la instrucción".
Añadía que la "fase de investigación judicial alcanza cotas de duración
difícilmente justificables, debido a que a los Jueces, y a diferencia de los
Fiscales, no se les puede someter a apremios, que podrían minar su
independencia".
Estas
aseveraciones parten de una realidad incontestable que sólo una persistente (y
temeraria) ceguera intelectual impediría reconocer: la excesiva lentitud de la
instrucción judicial, especialmente cuando tiene por objeto la investigación de
fenómenos delictuales caracterizados por su complejidad (criminalidad
organizada, tramas de corrupción, delincuencia económica y financiera, delitos
ecológicos, etc.). No obstante, siendo claro cuál es el síntoma o mal al que
debe hacerse frente, la hipótesis reformista yerra tanto en el diagnóstico (al
asumir que las causas de esa lentitud radican principal o exclusivamente en los
propios jueces) como en el tratamiento (al suponer que la instrucción
discurriría de un modo más ágil en manos de los fiscales).
–
En cuanto a lo primero, no puede obviarse que la dilatación de la fase sumarial
se debe en buena medida a la insuficiente dotación de medios (tanto materiales
como humanos) de la Administración de Justicia, que es especialmente manifiesta
en el ámbito penal. A modo de ejemplo, los jueces de instrucción (en particular
los que ejercen su función en partidos judiciales alejados de los grandes
núcleos urbanos) están familiarizados con los trastornos derivados de la falta
de intérpretes, que frecuentemente obliga a retrasar o suspender las
declaraciones de imputados y testigos extranjeros. Tampoco hay que desconocer
que si las labores de los jueces de instrucción se ajustaran estrictamente a
este título -es decir, se dedicaran sólo a instruir causas penales-,
probablemente la actividad instructora ganaría en rapidez. Sin embargo, sabemos
que no es así: desde la óptica legislativa, el juez de instrucción se concibe
como una suerte de factótum en cuyas espaldas se arrojan competencias tan
dispares como el enjuiciamiento y fallo de delitos leves o -dado el carácter
mixto de muchos de estos órganos- el conocimiento de demandas civiles[3].
En lugar de dejarse seducir por el pretendido espíritu de modernidad que adorna
la propuesta de supresión del juez instructor, el legislador haría bien en
volver la mirada a las sensatas propuestas formuladas por la doctrina
procesalista hace más de medio siglo, relativas a la necesidad de eliminar la
concentración de competencias civiles y penales en los juzgados (FENECH).
–
En cuanto al segundo aspecto, para que los fiscales pudieran encargarse de la
instrucción penal y sacarla adelante con rapidez y eficacia, sería
absolutamente imprescindible incrementar su número de modo considerable
(algunos hablan de triplicarlo), lo que no parece factible en el actual
contexto económico. Es extremadamente difícil que la actual plantilla orgánica
del Ministerio Fiscal (2473 efectivos según la Memoria de la Fiscalía General
del Estado de 2016) pueda instruir en un tiempo razonable el ingente número de
causas penales (3.365.927 asuntos
ingresados en el mismo período). En este sentido, no parece que los
"apremios" a que aludía el autor anteriormente citado puedan
conseguir que un solo fiscal despache en pocas semanas o meses una carga de
varios centenares de asuntos, si es que queremos que esos asuntos sean examinados
con el rigor y el cuidado que merecen.
d) Un problema
no resuelto: el estatuto orgánico del futuro fiscal instructor
El
último argumento para justificar las bondades de la reforma se refería, como
antes se ha dicho, al principio de unidad de actuación por el que se rige el
Ministerio Fiscal, que facilitaría la ejecución de una política criminal
uniforme y en última instancia aseguraría la igualdad en la aplicación de la
ley penal. Se trata de un objetivo loable, ciertamente. Sucede, sin embargo,
que la aplicación de la ley penal no es exactamente un cometido del Ministerio
Fiscal: a éste le compete promover la acción de la Justicia en defensa de la
legalidad, en tanto que la aplicación de la ley penal se efectúa necesariamente
a través del proceso y corresponde en exclusiva a los órganos jurisdiccionales.
Por otra parte, el instrumento último para asegurar la uniformidad de criterios
y la igualdad en la aplicación de la ley penal es la doctrina jurisprudencial
emanada de la Sala 2ª del Tribunal Supremo, que en esta función no puede ser
suplida por ninguna circular o instrucción de la Fiscalía General del Estado.
Se trata sin duda de obviedades cuyo mero recordatorio roza lo perogrullesco;
sin embargo, cuando incluso las obviedades se cuestionan no parece ocioso
subrayarlas.
No
hay que olvidar, además, que la propuesta de incrementar las potestades del
fiscal en la fase instructoria suele venir acompañada de la defensa de mayores
márgenes de discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal, bajo la égida del
principio de oportunidad. El BCPP no es ajeno a este fenómeno. La entrada de
criterios de oportunidad como determinantes de la apertura o cese de la
persecución delictiva entraña la facultad de renunciar a la acción penal aun
cuando, en el caso concreto, concurran todos los elementos constitutivos de un
hecho punible. Y tal renuncia, que supone la inaplicación ad casum de la
ley penal, es difícil de cohonestar con una aplicación igualitaria de ésta: en
la práctica significará que el fiscal, ante la comisión de un mismo delito,
estará facultado para perseguir a unos sujetos y dejar de perseguir a
otros, aunque se hallen en circunstancias jurídicamente similares. Sentado
esto, es legítimo preguntarse si un fiscal provisto de tan amplias facultades
se hallará en condiciones de asegurar esa aplicación igualitaria y uniforme de
la ley penal que se preconiza como una de las virtudes de la reforma.
No
debemos perder de vista, en fin, que el principio de unidad de actuación que
rige la organización y funcionamiento del Ministerio Público se encuentra
estrechamente ligado a otro, sin el cual esa unidad no sería posible: el
principio de dependencia jerárquica. No cuestiono la necesidad o la importancia
de este principio, de rango constitucional (art. 124.2 CE), para la adecuada
vertebración y operatividad del Ministerio Fiscal. Tampoco me parecen
censurables en sí mismos los estrechos vínculos de esta institución con el
Poder Ejecutivo, innegables a la vista de sus múltiples manifestaciones y que
se explican por el carácter instrumental de la fiscalía para el cumplimiento de
la política criminal trazada por el Gobierno. Lo que sí merece mi oposición más
rotunda, en cambio, es la idea de poner al frente de la instrucción a un ente
dotado de semejante estatuto orgánico. Sólo desde una postura simplista, que
reduce la instrucción a mero quehacer mecánico -algo que, inconscientemente,
parecen asumir quienes afirman la naturaleza administrativa de esta fase-,
cabría sostener que la figura de un instructor dependiente y sometido a
posibles injerencias del Poder Ejecutivo resulta inocua para la correcta
actuación del Derecho Penal. Muy al contrario: la sustitución del juez por el
fiscal en la dirección del sumario supone abrir una brecha para la politización
de la Justicia penal y da pábulo a desviaciones guiadas por intereses
partidistas, no siempre coincidentes con el interés general. De este modo, la
imagen de una instrucción penal controlada o "teledirigida" desde
dependencias ministeriales, lejos de responder a una suerte de delirio
conspiratorio, entra en el terreno de lo posible y lo previsible: no puede
considerarse infundado ese temor en un sistema en el que el fiscal encargado de
la investigación habría de acatar -al igual que ahora- las órdenes e
instrucciones de superiores nombrados por el Gobierno[4],
podría ser apartado del asunto por su superior jerárquico libremente y en
cualquier momento[5] y estaría sometido a la
potestad sancionadora -directamente o en vía de recurso- del Ministerio de
Justicia[6].
No
se trata de cuestionar la profesionalidad o la rectitud de los miembros de un
determinado cuerpo funcionarial: en el caso de los fiscales tanto una como otra
están, con carácter general, fuera de duda. Tampoco se trata de desconfiar
sistemáticamente de todo cuánto haga o decida el Poder Ejecutivo, presumiendo
que su entera actividad está animada por intereses turbios e intenciones
perversas. Esto, aparte de no corresponderse con la realidad, supondría
desconocer la legitimación democrática de quienes en su día merecieron la
confianza de los ciudadanos. Se trata, simplemente, de apuntar la necesidad de
técnicas eficientes de control frente a las infracciones penales cometidas
desde el poder o de algún modo relacionadas con él -la denominada
"criminalidad gubernativa", en palabras de DÍEZ-PICAZO-. Al suprimir
la instrucción a cargo de una autoridad independiente, al confiársela a
funcionarios más expuestos a posibles presiones políticas[7],
se elimina un eficaz contrapeso frente a eventuales abusos de poder. No creo
que ese contrapeso, encarnado actualmente en el estatuto de independencia del
juez instructor, admita sucédaneos como el control que sobre la instrucción
podrían ejercer los medios de comunicación en atención a la relevancia pública
de la persona imputada, como en alguna ocasión se ha sugerido (MARTÍN PASTOR).
También es más que dudosa la eficacia de los mecanismos de control político del
Gobierno, responsable al fin y al cabo de la actuación de una fiscalía cuyos
"jefes" han sido nombrados por él. Creo que no desvelo ningún secreto
si afirmo que estos mecanismos han demostrado ser, con carácter general,
inoperantes en la práctica.
Los
riesgos que acaban de apuntarse se incrementan al añadir dos ingredientes que,
habitualmente, acompañan al modelo del fiscal instructor: primero, la
asignación al fiscal de un papel cuasi monopolístico en el ejercicio de la
acción penal, a base de impedir o restringir la existencia de acusadores no
oficiales; segundo, la erosión del principio de legalidad, al permitir que el
fiscal decida en un buen número de casos conforme a criterios de oportunidad
cuyo control jurisdiccional se anuncia difícil (véanse, si no, los obstáculos
que tradicionalmente ha encontrado el proceso contencioso-administrativo para
controlar las potestades discrecionales de la Administración). De este modo, no
sólo se atribuye un poder exorbitante al Ministerio Fiscal, sino que se
desactivan los mecanismos precisos para contrarrestar su uso desviado.
Ante
los inconvenientes reseñados, derivados de la dependencia gubernativa del
Ministerio Fiscal y su vulnerabilidad a intromisiones políticas, la invocación
del Derecho Comparado se antoja como un recurso pobre. Sostener que en España
debería instruir el fiscal porque así se viene haciendo en los países más
"avanzados" es un argumento carente de valor científico. Y lo es por
un doble motivo: primero, porque ignora (u omite interesadamente) los
contrapesos y mecanismos equilibradores que se dan en aquellos Estados, como el
estatuto de independencia del fiscal italiano o la elección democrática del
fiscal estadounidense. Segundo, porque el indicado argumento obvia que, en
aquellos países cuyo Ministerio Fiscal resulta más próximo al nuestro (caso de
la República Federal Alemana), el poder acumulado por el fiscal y la policía en
la fase instructora no está, precisamente, exento de polémica (ARMENTA DEU)[8].
Esta
cuestión -el riesgo de interferencias políticas en la investigación dirigida
por el fiscal- recibe respuestas variadas de los partidarios del nuevo modelo.
Los redactores del BCPP se limitan a soslayar el tema, considerando las
críticas aquí formuladas como signo de una "injustificada desconfianza
hacia la Fiscalía". No creo, sin embargo, que los problemas descritos en
las líneas precedentes puedan despacharse con un juicio de valor formulado en
tan sumarios términos. Por su parte, los redactores del Anteproyecto de LECrim
aprobado en 2011 por el antiguo Gobierno socialista sí encaran la cuestión,
centrándose en dos argumentos principales: en primer lugar, la cobertura del fiscal
investigador frente a posibles injerencias de signo partidista vendría
procurada por la reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (en
adelante, EOMF) operada por la Ley 24/2007, dirigida a reforzar la autonomía
funcional de la institución; en segundo lugar, los excesos a que puede conducir
el principio jerárquico se verían neutralizados por los mecanismos previstos en
dicho Estatuto para canalizar la disidencia interna. Sin embargo, ambos
argumentos resultan cuestionables. En cuanto al primero, es dudoso el alcance
real de la reforma de 2007 a los efectos de dotar al Ministerio Fiscal de una
autonomía efectiva frente al Gobierno. Así se ha puesto de manifiesto en la
doctrina, que señala la subsistencia de técnicas de vinculación con el Poder Ejecutivo
que no han sido sustancialmente alteradas, llegando a calificar dicha reforma
de "operación de maquillaje". Por lo que respecta a los instrumentos
previstos en la regulación orgánica para encauzar la disidencia interna, se
hace una clara referencia al art. 27 EOMF, que permite al fiscal encargado de
un asunto discrepar de las órdenes de sus superiores mediante informe razonado
y sometiendo la cuestión a la Junta de Fiscalía. Ahora bien, si pretendemos
evitar que una orden condicionada por el poder político acabe ejecutándose, la
eficacia de esta regulación es más que discutible. Tengamos en cuenta, en este
sentido, que el parecer de la Junta de Fiscalía no es vinculante: una vez ésta
se haya manifestado, el superior jerárquico resolverá lo que estime oportuno,
lo que previsiblemente le llevará a ratificarse en su criterio inicial. Y, si
así lo hace, el propio art. 27 la faculta para apartar al fiscal disidente y
encomendarle a otro el despacho del asunto. La conclusión es clara: pase lo que
pase, el criterio de quienes encabezan la escala jerárquica acaba imponiéndose.
No se me oculta la existencia de voces que claman por una transformación radical del estatuto del Ministerio Público como paso previo para atribuirle la instrucción, exigiendo para sus miembros una mayor dosis de independencia: en suma, emanciparlo definitivamente del Gobierno, aislarlo de su influencia, impedir el “quita y pon” de fiscales para el despacho de un asunto por la mera decisión de los superiores jerárquicos, permitir a cada fiscal actuar en conciencia y no conforme a los dictados que les lleguen de arriba… Sucede, sin embargo, que ya existe una figura en la que se materializan esas aspiraciones: el juez instructor. Por eso, al conocer este tipo de bienintencionadas propuestas, uno no puede evitar la sensación de estar caminando en círculos. No se acierta a saber qué ganamos los ciudadanos en esta partida, si el “premio” consiste en retornar a la casilla de salida.
No se me oculta la existencia de voces que claman por una transformación radical del estatuto del Ministerio Público como paso previo para atribuirle la instrucción, exigiendo para sus miembros una mayor dosis de independencia: en suma, emanciparlo definitivamente del Gobierno, aislarlo de su influencia, impedir el “quita y pon” de fiscales para el despacho de un asunto por la mera decisión de los superiores jerárquicos, permitir a cada fiscal actuar en conciencia y no conforme a los dictados que les lleguen de arriba… Sucede, sin embargo, que ya existe una figura en la que se materializan esas aspiraciones: el juez instructor. Por eso, al conocer este tipo de bienintencionadas propuestas, uno no puede evitar la sensación de estar caminando en círculos. No se acierta a saber qué ganamos los ciudadanos en esta partida, si el “premio” consiste en retornar a la casilla de salida.
[1] Vid. PEDRAZ PENALVA,
"La reforma procesal penal de la R. F. de Alemania de 1975", en Revista
de Derecho Procesal Iberoamericana, 1976, p. 687. El autor recoge la
denominación contenida en el dictamen sobre la reforma de la Ordenanza Procesal
Penal alemana elaborado por el Max-Planck-Institut.
[2] Vid. la entrevista ofrecida por el autor a la revista El notario del siglo XXI, núm. 56,
julio-agosto de 2014 (edición digital disponible en www.elnotario.es).
[3] Es revelador el hecho
de que en España exista un total de 1046 Juzgados de Primera Instancia e
Instrucción, en tanto que la cifra de Juzgados de Instrucción "a secas"
se reduce a 499 (vid. "La Justicia dato a dato. Año 2016",
estadística publicada por el Consejo General del Poder Judicial y disponible en
www.poderjudicial.es, p. 9). Cuando dos tercios de los órganos
encargados de instruir causas penales han de ocuparse simultáneamente de
sustanciar procesos civiles, es difícil que el sistema funcione. En mi opinión,
el problema de la lentitud de la justicia penal radica ahí, más que en la figura
del juez instructor.
[4] Según el art. 23 EOMF,
en cualquier momento de la actividad que un fiscal esté desarrollando podrá su
superior jerárquico inmediato avocar para sí el asunto o designar a otro fiscal
para que lo despache. El art. 25 permite al FGE impartir a sus subordinados las
órdenes e instrucciones convenientes al servicio y al ejercicio de sus
funciones, tanto de carácter general como referidas a asuntos específicos, y
análogas facultades tienen los fiscales superiores de las CCAA respecto a los
fiscales jefes de su ámbito territorial, y éstos respecto de sus subordinados.
A tenor del art. 26, el FGE puede llamar a su presencia a cualquier miembro del
MF para recibir directamente sus informes y darle las instrucciones oportunas,
y puede designar al fiscal que quiera para que actúe en un asunto determinado.
En lo que respecta a la responsabilidad disciplinaria, el art. 63 tipifica como
falta grave el incumplimiento de las órdenes o requerimientos recibidos de los
superiores jerárquicos.
[5] En efecto, la predeterminación legal del juez es una garantía frente
a posibles manipulaciones sobre la persona del juzgador, evitando que este sea
puesto “a dedo” o apartado del asunto en el que está interviniendo cuando su
actuación pudiera resultar políticamente incómoda. En cambio, el riesgo de que
algo así suceda es mayor en el caso de los fiscales, habida cuenta de lo que
establece el art. 23 de su Estatuto Orgánico: “en
cualquier momento de la actividad que un Fiscal esté realizando en cumplimiento
de sus funciones o antes de iniciar la que le estuviese asignada en virtud del sistema
de distribución de asuntos entre los miembros de la Fiscalía, podrá su superior
jerárquico inmediato, mediante resolución motivada, avocar para sí el asunto o
designar a otro Fiscal para que lo despache. Si existe discrepancia resolverá
el superior jerárquico común a ambos. La sustitución será comunicada en todo
caso al Consejo Fiscal, que podrá expresar su parecer”.
[6] El art. 67 EOMF pone de
manifiesto la dependencia gubernativa de los fiscales al atribuir relevantes
competencias sancionadoras al Ministro de Justicia: este es directamente
competente para decretar la separación del servicio del fiscal que incurra en
faltas muy graves y, asimismo, conoce del recurso de alzada frente a las
resoluciones dictadas en materia sancionatoria por el Fiscal General del Estado.
[7] Por lo demás, negar la realidad de esas presiones en los casos
políticamente sensibles no deja de ser un ejercicio de candidez, cuando no de
ignorancia deliberada. Por el contrario, esas presiones sobre la fiscalía se
han dado y se siguen dando, pues de otro modo no se explican los extraños
fenómenos observados en ciertos procesos penales. Los ejemplos son múltiples y
varios de ellos, recientes, pero fijaremos nuestra atención en algunos ya
lejanos en el tiempo a fin de no herir susceptibilidades. Resulta
particularmente ilustrativo, en este sentido, el caso de De Juana Chaos: a
finales de 2004, De Juana estaba a punto de ser puesto en libertad tras cumplir
18 años de prisión, pese a haber sido condenado por el asesinato de 25
personas. Ello se debía a los beneficios de redención de penas previstos en el
Código Penal de 1973. La inminente excarcelación del etarra produjo una gran
alarma social, alimentada por algunos medios de comunicación, e incluso el
gobierno se unió al clamor popular al declarar públicamente que terroristas
como De Juana jamás deberían ser excarcelados prematuramente. Por todo ello, no
es de extrañar que la fiscalía se afanara en buscar nuevos hechos por los que
acusar al etarra y así mantenerlo en prisión. Fue así como salieron a la luz
dos cartas escritas por De Juana y publicadas en el diario Gara en las que
amenazaba a varios responsables de prisiones, políticos y jueces señalándolos como
objetivos de ETA. Se inició un nuevo proceso y el juez, a petición del fiscal, decretó
la prisión provisional, impidiendo así la excarcelación del etarra. En su
escrito de calificaciones provisionales, el fiscal pidió 96 años de prisión.
Sin embargo, en esa época (años 2006-2007) ETA declaró una tregua y el Gobierno
miró con preocupación el caso de De Juana, cuya condena podía frustrar las
negociaciones con la banda. El día antes del juicio, el fiscal fue sustituido
por uno nuevo, que rebajó la petición de condena a 12 años de prisión.
Algo
similar sucedió, en el mismo período, con Arnaldo Otegi. El Ministerio Fiscal
presentó querella contra él por un delito de enaltecimiento del terrorismo,
fundado en un homenaje que rindió a la etarra Olaia Castresana, muerta
accidentalmente mientras manipulaba un explosivo. En 2007, cuando el proceso de
paz con ETA se hallaba en la cuerda floja, el Ministerio Fiscal retiró
“misteriosamente” la acusación y la Audiencia Nacional se vio obligada a absolver,
a pesar (según se declaró en la propia sentencia) de que había prueba de cargo suficiente
para condenar a Otegi.
[8] Por lo demás, la
experiencia habida en el país germano con el fiscal instructor en los casos de
corrupción política no resulta, precisamente, ejemplarizante. Puede citarse el
“caso de los maletines” que se destapó a finales de los 90, esto es, el
escándalo de financiación ilegal que sacudió a la CDU y salpicó al propio líder
de la formación, Helmut Kohl. Se descubrió el pago de sumas multimillonarias
por parte de donantes anónimos (entre de ellos, un traficante de armas), cobro
de comisiones ilegales por la venta de patrimonio público (entre ellos, una
partida de tanques y una refinería de la antigua RDA), contabilidades
paralelas, cuentas secretas en paraísos fiscales, empresas tapadera para el
lavado de dinero negro, etc. Se incoó un sumario contra Helmut Kohl para
esclarecer sus responsabilidades, pero la fiscalía de Bonn decidió cerrar el
caso y poner fin a la investigación a cambio de una multa de 300.000 marcos
(unos 150.000 euros).